En la familia (la mía, pero preferiría decir que le pasó al primo de una amiga, para qué quemar) tenían hace tiempo una fea tradición. La tía con tres hijos, entonces pequeños, con poca diferencia de edad entre uno y otro y otro, solía servirles la comida y permitir que sólo tomaran la que quisieran, sin presión. Al terminar, juntaba todo lo que había quedado en una cazuela y en la noche lo servía de nuevo en porciones iguales a los tres. Esto se llamaba comer "sopa de babas". Si uno lo comía completo, otro un bocado y el tercero ni lo probaba, la cena se volvía a juntar y ser servida al día siguiente. La sopa de babas podía extenderse hasta el infinito. Siempre más mezclada. Era servida hasta que por fin se terminara.
Ellos pronto aprendieron que mejor acabar rápido con eso y evitarse el asco y la pena ajena de tan feo sistema de alimentación. Después crecieron y se fueron a otros lugares e hicieron otras cosas (no sé si algo de esto fue mejor) (creo que no).
Ellos pronto aprendieron que mejor acabar rápido con eso y evitarse el asco y la pena ajena de tan feo sistema de alimentación. Después crecieron y se fueron a otros lugares e hicieron otras cosas (no sé si algo de esto fue mejor) (creo que no).
Yo me veo a veces, lo que fue y lo que es y lo que empieza a ser (empiezo a hacer) y pienso entonces en la sopa de babas. Parece que sigo sirviendo lo que sobró una y otra vez, con probadas de otros tiempos, de otras personas y otros actos, buenos y malos, erradísimos algunos, todo mezclado.
A veces, sin embargo, creo que ya he terminado, que puedo tomar algo nuevo, servirlo en el plato limpio, pero no, ahí, en el fondo, donde se guarda todo, quedan todavía restitos mugrosones, mil veces repetidos, y por eso me asusto y me escondo. Hay a quienes preferiría no mezclar.
Es por eso. Sálvate, Zep.
Ya no quiero seguir sirviendo mi sopa de babas para llevar.