De entrada, cuando S me preguntó si J ya había hablado conmigo sobre los cambios de horas y días no tuve tiempo para pensar qué contestar o cómo matizar mi respuesta para que no fuera un no tan no, así que mi no fue rotundo y S pensó que cuánta irresponsabilidad-desidia-nosesabequé de J por no haberme dicho aún. Pobre, le llueve sobre su milpita de mala fama. Y es que no, J no había hablado conmigo, pero habría que haberlo justificado ante S con la razón de que J nunca me ve, pues las dos horas que coinciden en nuestros horarios son justo las dos horas que yo llego tarde día con día y que día con día pienso que no-lo-vuelvo-a-hacer. Habría que haber disculpado a J, pero tampoco era cosa de evidenciar mis faltas así nomás. Si a alguien hay que salvar, yo siempre me voy a escoger a mí.
A veces pienso, claro, que debería hacer algo con ese desorden de la minuitaria, que 10 o 15 minutos sí son tarde, y bueno, pero dos, tres horas son un abuso. De verdad que lo pienso, pero después, pronto, me da tristeza la idea de que si me deshago de eso me desharía también de gran parte de lo que soy. Es mucho más largo y aburrido (más) de explicar pero, bah, debería tener otra gracia personalizadora mejor que la impuntualidad.
Pasan cosas horribles con esto y, peor, nadie se da cuenta cómo sufro y en qué medida mi vida es una tragedia con delay. Por ejemplo, el lunes había quedado de ver a L a las 9 porque se iba; a la 1 la llamé (perdón L) para decirle que ya voy, pero ella me dijo que ya me voy y yo me quedé con su libro, mucha pena y más tristeza, porque deporsí hay tan poca gente maravillosa y a la que me encuentro la dejo ir así nomás, sin su libro y sin despedidas dramáticas, como deben ser las despedidas de la gente maravillosa. Pttttr yo.
Una complicación es esa, si cambiarme por otra o quedarme de malas, pero esto ya es antiguo, ahora hay una nueva. Está de moda la preocupación por olvidarme de mis malos recuerdos. Ninguna memoria que se autorrespete mínimamente debería permitirse tal cosa.
Le contaba a I ya-no-me-acuerdo-qué, algo que tenía que ver con cosas de mi vida de hace mucho, y se lo contaba con emoción, esto, esto y lo demás, y de pronto me encuentro pensando (quiero decir, imaginando) que esa infancia mía fue buena, que me gustaba y que lo pasaba bien. No, qué enojo, no. Pero si yo era una niña muy sola y muy triste y muy fuera de foco; que mi contexto fuera feliz no me hacía feliz y está bien feo eso de olvidarme de mí por mirar los adornos y foquitos de alrededor. Es como ver un menú, le dije a I, en las fotos todas las comidas bonitas y brillantes, pero en la realidad son sólo sandwiches chiquitos y medio remojados. Yo no quiero recuerdos lustrosos que me engañen. Yo quiero siempre mi horrible pasado que da valor a lo que soy.
Sepan cuantos vieren (conste en el acta por si luego se me vuelve a querer olvidar): mi vida ha sido buena, fácil, a veces linda, casi hermosa, pero yo me la he pasado seriamente mal. Quede lo dicho, (brevemente, habría que especificar, pero bueh)como una caja de Pandora, con demonios funcionales que me recuerden lo malo, lo triste, lo solo, lo callado que era eso que ya de lejos se ve tan bonito, tan brilloso, cuando empiece a decir por ahí o, peor, a decirme a mí, qué bueno esto o qué lindo aquello de mi pasado. Queden los demonios de mi acardia para ir a callarme la boca, a decirme: nah, qué.
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Mis favoritas eran los abanicos, no sé para qué buscabamos otras conchas si no podían haber más bellas, y recogíamos cosas hermosísimas: culebritas fosforescentes del ancho de un hilo de bordar que hacían caminitos en la arena mojada, estrellas de mar para sentir sus montones de patitas desesperadas sobre las palmas de nuestras manos, espinas de pescado que tenían un cristo en la parte interior. Una vez encontré un pulpo chiquito...
Pero el pulpo se murió en unas horas dentro del frasco de nescafé, las culebritas me daban miedo y me hacían llorar, los peces cristo se rompían fácilmente y las estrellas, todas, las pusimos en cloro, vivas, por eso de la conservación.
Mis años maravillosos. Nah, qué.