lunes, noviembre 02, 2020

Déjame que te cuente, limeña

Conocí a mi tía Kika cuando ella tenía 41 años y yo cero. Me gusta pensar que fue la primera en tenerme entre sus brazos después de mis padres, aunque no tengo pruebas.

Dicen que, al ver mi cabeza de Monkiki anormalmente llena de pelos chinos para una reciente ex-feto, alguien dijo que eso lo había heredado de Kika, que en ese momento lucía un apretado permanente ocultando su cabello lacio lacio, como se estilaba en esos tiempos.

Se llamaba Francisca, como su abuela; el único nombre “feo” entre sus hermanas (Lilia, Eloísa, Raquel, Graciela), aunque por ella a mí me parece una palabra para nombrar algo muy bello. En algún momento de sus intrigantes procesos mentales para ser esa persona maravillosa que era, decidió que, si todas las personas de la época y de su pueblo se llamaban María o José, ella no podía ser la excepción, así que fue y se cambió el nombre a María Francisca, aunque lo de no ser la excepción le falló fuera de eso, porque "excepcional" es justo una palabra con la que cualquiera que la haya conocido la definiría sin problemas.

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Kika para mí siempre fue luz, alegría, un remanso de paz, pero también un misterio: 

La agregada del Opus Dei que soltaba malas palabras y se reía con algunas peladeces. La que no practicaba la sobriedad (sombriedad, incluso, si eso fuera una palabra) anímica de su comunidad religiosa y, al contrario, le gustaba cantar y bailar y reír y ver que la gente cantara y bailara y se riera y disfrutara la vida mientras la tiene como mejor le pareciera.

La que llevó en sus hombros a toda la familia sin temerla ni deberla, pero sin una sola queja.

No fue madre, pero nos maternó a todos de una u otra manera: a sus hermanos, a sus sobrinos, incluso a su propia mamá cuando llegó el momento. Su casa siempre tuvo las puertas abiertas y todos las cruzamos constantemente, atraídos por el magnetismo de su presencia alegre pero pacífica, amorosa pero no asfixiante y, voy a decirlo, aprovechando ya no está aquí para decirme que tampoco exageremos: perfecta.

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Cada que quiero escribirla se me acaban las palabras, no la alcanzo, pero yo voy a seguir queriendo hablar de ella.

Cuando me avisaron que había muerto repentinamente hace ocho años, horas después de que habíamos hablado por teléfono y hecho planes para cuando yo viniera a Guadalajara y nos viéramos, eran como las tres de la mañana y no sentí nada. En el viaje para venir a su funeral no sentí nada y tampoco en su entierro. No sentí nada porque era un momento de sentir la tristeza del vacío, pero yo siempre estuve y estaba en ese momento y siempre estaré llena de ella.

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Me gusta pensar que hoy estaría orgullosa de mí, de que todos los caminos que he elegido han sido míos y de nadie más, que seguiría pensando que soy hermosa, me vea como me vea, que adoraría a mis gatos, y que se alegra cuando yo me alegro y me acompaña en el más amoroso silencio cuando la vida me duele más que su muerte.

Me gusta pensar que está en donde quería estar, y que también está en todo lo que es bello, donde pertenece.

Me gusta pensar, sobre todo en estos días, que no importa si no le pongo un altar de muertos, porque en mi corazón siempre hay una vela encendida para ella, un altar que la invita a venir y tomar todo lo que tengo de bueno, porque es gracias a su cariño, su paciencia, su apoyo, su risa, sus chismes, su fe, su fuerza. Todo lo que tengo de bueno ha sido construido sobre su herencia.

Quisiera que leyera esto, que supiera que hoy, tras tantos años de no verla, la sigo queriendo con más que el corazón que tengo.

Y quisiera que Coco tuviera razón en eso de que los muertos no desaparecen hasta que se olvidan. Y ahora tú, que leíste esto, también conoces aunque sea un poco a Kika; si puedes, guárdate una palabra o dos sobre ella, una idea, ayúdame a que exista por todo lo que pueda durar nuestro “por siempre”, aunque sea.

viernes, octubre 23, 2020

Estos 38 años he vivido (el 26 te sorprenderá)

Tú no me conoces, ni tú tampoco, ni ella, la niña pero, en un tiempo, yo estuve de moda. Me dijeron que iba a hacer cosas increíbles. Me dijeron que tenía mucho qué decirle al mundo. Me abrieron todas las puertas y me pusieron todas las mesas. Pero no supe cómo cruzarlas ni cómo sentarme a comer en ellas.

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Hace una hora estaba trabajando en escribir las publicidades que me dan para vivir como me gusta: sobre mi cama y bajo mis gatos, y escuchando de fondo la charla que tuvo Paola Carola con Lilián López Camberos sobre su libro Quisiera quedarme quieta. Curiosamente, o no, yo estaba quieta cuando empecé a oírlas, y terminé así, escribiendo otra vez, como si no me hubiera curado ya de eso.

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En la charla, Lilián y Paola mencionan que el cuento es visto como un género menor, que se piensa que primero debes publicar cuentos para ver si luego te mereces sacar una novela, y entonces pasó lo que menos me gusta que me pase, un evento terrible que a nadie le recomiendo: me acordé de mí. Me acordé de todos los cuentos que escribí desde los 13 años hasta los veintitantos, cuando quién sabe cómo (yo, yo sé cómo, por el internet y su magia que a veces es blanca pero a veces también es muy negra) llegaron editores de sellos enormes a pedirme una novela, porque yo iba a hacer cosas increíbles. Pero no supe cómo hacerlas.

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Un día, alguien de la editorial en la que, al menos en ese momento, cualquier escritor con honestas búsquedas literarias quería publicar, me dijo que sólo les publican cuentos a escritores de renombre, que ella me había buscado porque lo que necesitaba de mí era una novela. Y esa no fue la primera vez que me lo pidieron. 

El dolor que cargo hasta ahora en este costal de papas que es mi pecho, es que en su momento no supe cómo decirles que lo que necesitaban de mí es justo lo que no tengo. Que yo escribo internet, que yo me escribo a mí, que perdón por no querer más, por no poder más, y que, lo peor, o lo mejor, o ya ni sé, es que estoy (estaba, pero ya estoy de nuevo) contenta con eso.

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Nunca, hasta que los editores llegaron a mi vida, y mientras lo escribo me hago cien replies en la cabeza pidiéndome que no seademamador y que cheque mi privilegio, pensé en escribir para publicar en papel, para que un lector como los de antes, de sombrero de ala ancha y un clavel en la solapa, y no una arroba o un nickname de internet (si acaso), lo leyera. Yo escribía para comunicarme sin tener que hablar con la gente. Yo escribía porque mejor adentro que afuera. Pero cuando me pidieron que escribiera y me dijeron qué y cómo lo escribiera, simplemente dejé de hacerlo. No se culpe a nadie. O bueno, sí, a mí, por pendeja que bien pudo decir "todas las gracias, pero no" y seguir con lo suyo. Pero mejor no se culpe a nadie, porque pendejarme está muy feo.

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Ahora, tantos años después, cuando, como en esa escena de El último unicornio donde Molly le pregunta a la criatura mitológica que esperó toda su vida: "And where were you twenty years ago? Ten years ago? Where were you when I was new? When I was one of those innocent young maidens you always come to? How dare you! How dare you come to me now, when I am this!", me llega en la charla de Lilián y Paola la noticia de que pude haber seguido escribiendo cuentos que nadie viera, que no tenía que escribir una novela, que pude haber seguido escribiendo aquí, que pude haber seguido siendo sin deberle nada increíble a nadie y sólo dar esto que soy, esto que tengo. Y esperar que fuera suficiente y, si no lo era, desde lo más profundo de mi alma de estudiante de primer semestre de Letras, creyendo que el mundo va a ser otro, decir: ni pedo, Alfredo.

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No quiero usar la palabra con F (feliz), pero ya me puse a pensar y, lo peor, sentir, y siento que nunca fui tan feliz, o al menos tan libre, como cuando escribía aquí, sin La Idea de La Presentación, La Venta, El Lector (¡lotería!), por mí y para nadie, aunque también para quien lo leyera. Y, no sé si pueda, pero no sabes cómo quiero volver a hacerlo (a serlo). Quisiera quedarme quieta para que dejen de aplastarme las expectativas de las que ya nadie (más que yo, que me revuelco en mi tumba de olvido) se acuerda, y seguir aquí, seguir nada más, seguir escribiendo.