Mateo Curttoni
Guitarras eléctricas afiladas como cuchillos. Gritos, bajo y batería martirizadores como los latidos del corazón de un hombre que corre. Sonidos secos y descarnados que rebotaban en las paredes húmedas y oscuras de hormigón y le arañaban los tímpanos. La lengua, el cerebro. A él y a los demás, ensordecidos en el éxtasis percusivo.
No esperaban otra cosa de una noche fuera. Tanto si la pasaban en la calle, con la helada, llenándose de cerveza y aullando a la luna como extrañas fieras de cuero asilvestradas por el asfalto, como si se sumergían en el estrépito y el calor sofocante de un sótano o un local, todo valía para ellos. Alcohol, bullicio y falta de pensamientos, una mezcla diabólica y embriagadora que a veces les hacía sospechar que esos tres elementos eran el barro con el que estaba hecho el paraíso. O el infierno. O los dos.
Al chico le valía con eso y, no se sabe cómo, logró apoderarse de un vaso de papel casi lleno de cerveza, bebérsela y volver a zambullirse en la masa que se agitaba al pie de la tarima antes de que al legítimo propietario le diera tiempo a protestar. Se dejó arrastrar por el baile alocado que ondeba sin compás con el ritmo insostenible de las balas del punk rock disparadas por los instrumentos, incrustaciones metálicas y destellantes que el sudor y la música había fundido con la carne.
Las sacudidas de los cuerpos y miembros estaban desacompasados. Un empujón demasiado fuerte le lanzó contra uno de los amplificadores y le agredió el delirio ensordecedor de unas notas crudas y hostigadoras. Al chico le entraron ganas de ponerse de cara a la fuente de esos sonidos para que la música le arrastrara de una vez por todas. Como por una explosión atómica, y a quién le importa, podría hacerlo, podría hacerlo y que les den por culo a todos, pero apenas se había formado ese pensamiento en su mente confusa cuando la ondulación de la multitud ya le había arrastrado lejos del amplificador, entre hombros, pelos, camisetas empapadas de sudor y caras pintadas y chillonas.
El chico se olvidó de esa idea y siguió como antes el ritmo general, bailando, sudando, gritando las palabras de la canción que recordaba e improvisando las que había olvidado. Le pareció ver agitarse el brazo de un amigo suyo en el fondo de la sala, en la orilla opuesta de la laguna frenética de cuerpos y sonidos en la que estaban sumergidos y devolvió el saludo sin parar de bailar. No tenía ni idea de dónde se habían metido los demás, pero la preocupación no le rozaba siquiera, eliminada de la cabeza por toda esa música que pegaba, gruñía, aullaba, ensordecía como un demonio artificial evocado por la banda que se movía en la tarima.
Brujos eléctricos, pensó, y soltó una carcajada innatural directamente en la oreja del chico que tenía delante, tan fuerte que el otro se volvió a mirarle, sorprendido durante un segundo y divertido el segundo después, y se unió a su carcajada.
Brujos eléctricos, qué buena idea, qué idea más cojonuda.
Buscó con la vista a sus amigos durante un momento, pero no consiguió localizarlos. De todos modos daba igual, porque a causa de un extraño encantamiento, al final de cada noche, por cargada de alcohol o droga que estuviera, siempre lograban encontrarse de un modo u otro. Así que se olvidó de ellos también y centró su atención en el escenario y los brujos eléctricos que (one, two, three, four!) acababan de atacar otra pieza, aún más cruda, rápida y sincopada que la anterior.
-¡EH! -gritó, cruzándose con el azul oscuro de los ojos muy abiertos de una chica rubia que bailana cansinamente junto a él, pensando devolverle un poco de energía con esa exclamación entusiasta y elemental-.
-¡EH! -repitió con fuerza. Una sonrisa torcida y extasiada le moldeaba los labios agrietados-.
Pero la chica ni siquiera contestó a la sonrisa y siguió bailando encajada entre los cuerpos. Su cabeza se bamboleaba hacia adelante y hacia atrás, azotando con sus trencitas rubias el aire frenético y lleno de humo, con los ojos muy abiertos, paralizados en esa expresión que parecía la única de su repertorio.
El chico arrugó la frente y sintió la tentación de acercarse a la cara de la chica, ponerle los labios junto al oído y repetir el concepto (¡EH!) con todo el aliento que tenía en el cuerpo. Pero quizá no fuera una buena idea. Puede que la chiquilla estuviera borracha perdida, o emporrada, o empastillada, vete a saber, y puede que tuviera un novio de un metro noventa, celosísimo, de esos que se mosquean por nada, y puede que el novio en cuestión interpretara su gesto por un intento de ligue y… no, mejor olvidarse de la chica, decidió, e intentó volver a cabalgar en la ola eléctrica de la música.
Pero le costaba recuperar el ritmo.
De pronto los empellones de la gente que le rodeaba ya no eran pasos de una danza tribal y liberadora, sino algo estúpido, desangelado, irritante. Se sintió desorientado.
Todo por culpa de la chica con sus trencitas rubias y sus grandes ojos abiertos de par en par, con esa cabeza que se bamboleaba y parecía que se movía sólo porque los que tenía a su alrededor se estaban moviendo, pensó el chico tratando de recuperar el entusiasmo que casi le había hecho estallar las venas hasta un momento antes. Inútilmente, Se le había escapado el rimo y hasta la música le parecía lejana ahora, pese al estrépito que llenaba el aire y le arañaba los tímpanos con garras ásperas de metal.
-¡A tomar por culo, joder!- musitó, bailando ahora ya sin el menor rastro de pasión. -¡A tomar por culo!
Volvió a mirar. Trencitas rubias, que parecía a punto de derrumbarse, una muñeca inflable pinchada que segundo a segundo perdía aire y vida y acabaría pisoteada por el público del concierto. Incluido él, probablemente.
Peor para ella si había perdido el ritmo, pensó arrugando la frente y dándole a la muchacha un empujón distraído. Ella por poco no le cae encima, con la cara tapada por la cascada de trencitas, zarandeando los brazos como si estuvieran vacíos, sin huesos, sin músculos. Una muñeca rota que evitó la colisión con él gracias al movimiento rapidísimo de un brazo que le pasó por la cintura y la volvió a enderezar.
Otra vez de pie, otra vez bailando con los demonios de rabia y adrenalina evocados por los brujos eléctricos que estaban sudando el alma en la tarima y (one, two, three, four!) se estaban tirando de cabeza en otra canción. Pero el chico apenas se dio cuenta, porque en la brevísima fracción de tiempo que Trencitas Rubias había apretado el cuerpo contra el suyo, él había tocado con su mano cálida y viva algo viscoso y húmedo y pegajoso y se había dado cuenta de qué era eso tan extraño, eso que no encajaba en ella.
El caso es que Trencitas Rubias tenía el vientre rajado, la piel helada y no bailaba como bailaban los demás, por la sencilla razón de que Trenitas Rubias estaba muerta.
Trencitas Rubias, joder, estaba muerta.
Y el chico se puso a gritar y a moverse entre los cuerpos resbaladizos de música y frenesí y recuperó la energía y el ritmo que poco antes creía haber perdido. Pero nadie pudo entender el verdadero motivo por el que se desgañitaba y se agitaba de un modo tan desesperado. Nadie. Porque había estrépito, alcohol y falta de pensamientos y la música les estaba empujando hacia una meta que sería idéntica y distinta para cada uno de los presentes, la cima de un paroxismo en el que los gritos de uno serian los gritos de todos, el placer de uno el placer de todos y la locura de uno la locura de todos.
Sin saber realmente por qué, el chico dejó que sus brazos se deslizaran alrededor del cuerpo frío de Trencitas Rubias y la estrechó. Notó el líquido pegajoso de la sangre que le había empapado el vestido, notó los pezones completamente endurecidos apretarle la camiseta, y notó el hielo de ese cuello en el que, a su pesar, sin saber por qué, estaba hundiendo la cara mojada por las lágrimas. Lloraba porque Trencitas Rubias estaba muerta pero seguía bailando, arrastrada por el ritmo general y la tempestad áspera y furiosa de la música. Lloraba, sollozaba porque Trencitas Rubias había sido tan bonita y ahora estaba tan vacía, sus intestinos se habían escurrido por la gran raja abierta en la barriga como la parodia de una vagina, de un sexo suplementario e inútil. Probablemente los chicos que estaban allí bailando le habían pisado las tripas sin darse cuenta, porque en un sótano donde se celebra un concierto de entrada libre hay tantas porquerías que nadie se preocupa de ellas. Pero el chico lo sabía, sabía lo que eran las cosas viscosas que había estado aplastando hasta entonces con las suelas de sus botas, y ese conocimiento le hacía derramar más lágrimas que le quemaban los ojos, y estrechar a Trencitas Rubias era como decirle no estás realmente muerta, todo esto no es más que una broma de mal gusto, una vez terminado el concierto podrás volver a casa como todos los demás, y dormir y soñar, de veras, de veras…
Fue entonces cuando se percató de que había recuperado el ritmo, abrazado al cadáver de la chica rubia. Casi le dieron ganas de reír, pero no se rió, siguió llorando y bailando agarrado desesperadamente a ella. Otras canciones se persiguieron por el aire, rompiéndolo y recomponiéndolo en imprevisibles rompecabezas, dibujando en él sonidos duros, concretos y reales, tan reales que casi parecían visibles con el ojo humano. Trencitas Rubias seguía bailando, Sostenida por sus brazos, que, quién sabe dónde, habían encontrado las fuerzas para sujetarla y llevar al extremo esa ficción de vida a la que alguien la había arrojado.
Guitarras eléctricas afiladas como cuchillos. Gritos, bajo y batería martirizadores como los latidos del corazón de un hombre que corre. Sonidos secos y descarnados que rebotaban en las paredes húmedas y oscuras de hormigón y le arañaban los tímpanos. La lengua, el cerebro. A él y a los demás, ensordecidos en el éxtasis percusivo.
No esperaban otra cosa de una noche fuera. Tanto si la pasaban en la calle, con la helada, llenándose de cerveza y aullando a la luna como extrañas fieras de cuero asilvestradas por el asfalto, como si se sumergían en el estrépito y el calor sofocante de un sótano o un local, todo valía para ellos. Alcohol, bullicio y falta de pensamientos, una mezcla diabólica y embriagadora que a veces les hacía sospechar que esos tres elementos eran el barro con el que estaba hecho el paraíso. O el infierno. O los dos.
Al chico le valía con eso y, no se sabe cómo, logró apoderarse de un vaso de papel casi lleno de cerveza, bebérsela y volver a zambullirse en la masa que se agitaba al pie de la tarima antes de que al legítimo propietario le diera tiempo a protestar. Se dejó arrastrar por el baile alocado que ondeba sin compás con el ritmo insostenible de las balas del punk rock disparadas por los instrumentos, incrustaciones metálicas y destellantes que el sudor y la música había fundido con la carne.
Las sacudidas de los cuerpos y miembros estaban desacompasados. Un empujón demasiado fuerte le lanzó contra uno de los amplificadores y le agredió el delirio ensordecedor de unas notas crudas y hostigadoras. Al chico le entraron ganas de ponerse de cara a la fuente de esos sonidos para que la música le arrastrara de una vez por todas. Como por una explosión atómica, y a quién le importa, podría hacerlo, podría hacerlo y que les den por culo a todos, pero apenas se había formado ese pensamiento en su mente confusa cuando la ondulación de la multitud ya le había arrastrado lejos del amplificador, entre hombros, pelos, camisetas empapadas de sudor y caras pintadas y chillonas.
El chico se olvidó de esa idea y siguió como antes el ritmo general, bailando, sudando, gritando las palabras de la canción que recordaba e improvisando las que había olvidado. Le pareció ver agitarse el brazo de un amigo suyo en el fondo de la sala, en la orilla opuesta de la laguna frenética de cuerpos y sonidos en la que estaban sumergidos y devolvió el saludo sin parar de bailar. No tenía ni idea de dónde se habían metido los demás, pero la preocupación no le rozaba siquiera, eliminada de la cabeza por toda esa música que pegaba, gruñía, aullaba, ensordecía como un demonio artificial evocado por la banda que se movía en la tarima.
Brujos eléctricos, pensó, y soltó una carcajada innatural directamente en la oreja del chico que tenía delante, tan fuerte que el otro se volvió a mirarle, sorprendido durante un segundo y divertido el segundo después, y se unió a su carcajada.
Brujos eléctricos, qué buena idea, qué idea más cojonuda.
Buscó con la vista a sus amigos durante un momento, pero no consiguió localizarlos. De todos modos daba igual, porque a causa de un extraño encantamiento, al final de cada noche, por cargada de alcohol o droga que estuviera, siempre lograban encontrarse de un modo u otro. Así que se olvidó de ellos también y centró su atención en el escenario y los brujos eléctricos que (one, two, three, four!) acababan de atacar otra pieza, aún más cruda, rápida y sincopada que la anterior.
-¡EH! -gritó, cruzándose con el azul oscuro de los ojos muy abiertos de una chica rubia que bailana cansinamente junto a él, pensando devolverle un poco de energía con esa exclamación entusiasta y elemental-.
-¡EH! -repitió con fuerza. Una sonrisa torcida y extasiada le moldeaba los labios agrietados-.
Pero la chica ni siquiera contestó a la sonrisa y siguió bailando encajada entre los cuerpos. Su cabeza se bamboleaba hacia adelante y hacia atrás, azotando con sus trencitas rubias el aire frenético y lleno de humo, con los ojos muy abiertos, paralizados en esa expresión que parecía la única de su repertorio.
El chico arrugó la frente y sintió la tentación de acercarse a la cara de la chica, ponerle los labios junto al oído y repetir el concepto (¡EH!) con todo el aliento que tenía en el cuerpo. Pero quizá no fuera una buena idea. Puede que la chiquilla estuviera borracha perdida, o emporrada, o empastillada, vete a saber, y puede que tuviera un novio de un metro noventa, celosísimo, de esos que se mosquean por nada, y puede que el novio en cuestión interpretara su gesto por un intento de ligue y… no, mejor olvidarse de la chica, decidió, e intentó volver a cabalgar en la ola eléctrica de la música.
Pero le costaba recuperar el ritmo.
De pronto los empellones de la gente que le rodeaba ya no eran pasos de una danza tribal y liberadora, sino algo estúpido, desangelado, irritante. Se sintió desorientado.
Todo por culpa de la chica con sus trencitas rubias y sus grandes ojos abiertos de par en par, con esa cabeza que se bamboleaba y parecía que se movía sólo porque los que tenía a su alrededor se estaban moviendo, pensó el chico tratando de recuperar el entusiasmo que casi le había hecho estallar las venas hasta un momento antes. Inútilmente, Se le había escapado el rimo y hasta la música le parecía lejana ahora, pese al estrépito que llenaba el aire y le arañaba los tímpanos con garras ásperas de metal.
-¡A tomar por culo, joder!- musitó, bailando ahora ya sin el menor rastro de pasión. -¡A tomar por culo!
Volvió a mirar. Trencitas rubias, que parecía a punto de derrumbarse, una muñeca inflable pinchada que segundo a segundo perdía aire y vida y acabaría pisoteada por el público del concierto. Incluido él, probablemente.
Peor para ella si había perdido el ritmo, pensó arrugando la frente y dándole a la muchacha un empujón distraído. Ella por poco no le cae encima, con la cara tapada por la cascada de trencitas, zarandeando los brazos como si estuvieran vacíos, sin huesos, sin músculos. Una muñeca rota que evitó la colisión con él gracias al movimiento rapidísimo de un brazo que le pasó por la cintura y la volvió a enderezar.
Otra vez de pie, otra vez bailando con los demonios de rabia y adrenalina evocados por los brujos eléctricos que estaban sudando el alma en la tarima y (one, two, three, four!) se estaban tirando de cabeza en otra canción. Pero el chico apenas se dio cuenta, porque en la brevísima fracción de tiempo que Trencitas Rubias había apretado el cuerpo contra el suyo, él había tocado con su mano cálida y viva algo viscoso y húmedo y pegajoso y se había dado cuenta de qué era eso tan extraño, eso que no encajaba en ella.
El caso es que Trencitas Rubias tenía el vientre rajado, la piel helada y no bailaba como bailaban los demás, por la sencilla razón de que Trenitas Rubias estaba muerta.
Trencitas Rubias, joder, estaba muerta.
Y el chico se puso a gritar y a moverse entre los cuerpos resbaladizos de música y frenesí y recuperó la energía y el ritmo que poco antes creía haber perdido. Pero nadie pudo entender el verdadero motivo por el que se desgañitaba y se agitaba de un modo tan desesperado. Nadie. Porque había estrépito, alcohol y falta de pensamientos y la música les estaba empujando hacia una meta que sería idéntica y distinta para cada uno de los presentes, la cima de un paroxismo en el que los gritos de uno serian los gritos de todos, el placer de uno el placer de todos y la locura de uno la locura de todos.
Sin saber realmente por qué, el chico dejó que sus brazos se deslizaran alrededor del cuerpo frío de Trencitas Rubias y la estrechó. Notó el líquido pegajoso de la sangre que le había empapado el vestido, notó los pezones completamente endurecidos apretarle la camiseta, y notó el hielo de ese cuello en el que, a su pesar, sin saber por qué, estaba hundiendo la cara mojada por las lágrimas. Lloraba porque Trencitas Rubias estaba muerta pero seguía bailando, arrastrada por el ritmo general y la tempestad áspera y furiosa de la música. Lloraba, sollozaba porque Trencitas Rubias había sido tan bonita y ahora estaba tan vacía, sus intestinos se habían escurrido por la gran raja abierta en la barriga como la parodia de una vagina, de un sexo suplementario e inútil. Probablemente los chicos que estaban allí bailando le habían pisado las tripas sin darse cuenta, porque en un sótano donde se celebra un concierto de entrada libre hay tantas porquerías que nadie se preocupa de ellas. Pero el chico lo sabía, sabía lo que eran las cosas viscosas que había estado aplastando hasta entonces con las suelas de sus botas, y ese conocimiento le hacía derramar más lágrimas que le quemaban los ojos, y estrechar a Trencitas Rubias era como decirle no estás realmente muerta, todo esto no es más que una broma de mal gusto, una vez terminado el concierto podrás volver a casa como todos los demás, y dormir y soñar, de veras, de veras…
Fue entonces cuando se percató de que había recuperado el ritmo, abrazado al cadáver de la chica rubia. Casi le dieron ganas de reír, pero no se rió, siguió llorando y bailando agarrado desesperadamente a ella. Otras canciones se persiguieron por el aire, rompiéndolo y recomponiéndolo en imprevisibles rompecabezas, dibujando en él sonidos duros, concretos y reales, tan reales que casi parecían visibles con el ojo humano. Trencitas Rubias seguía bailando, Sostenida por sus brazos, que, quién sabe dónde, habían encontrado las fuerzas para sujetarla y llevar al extremo esa ficción de vida a la que alguien la había arrojado.
-Tú también lo has entendido, ¿verdad?
Las palabras le resbalaron por los tímpanos como algo viscoso y asqueroso, una legión de insectos que buscaba una grieta en su cabeza para entrar en su cerebro y empezar a roerlo.
Sin aflojar el abrazo helado de la chica muerta, volvió la cabeza hacia el lugar de donde le pareció que había salido la voz y le vio. A pocos centímetros de su oreja estaban los labios del chico que sujetaba a Trencitas rubias en el momento en que estuvo a punto de caerle encima. Era un chico como todos los demás, idéntico a él y a sus amigos (y esta noche quizá, después del concierto, ya no les encontraría).
El otro sonreía.
-Trencitas Rubias… La has matado tú.
Y entre sollozos ni siquiera estaba seguro de que el otro le podía oír.
-Sí, pero ella sigue bailando -contestó el chico sonriendo-. Ahí está la gracia. Estarás de acuerdo conmigo.
No tuvo más remedio que asentir, pues el sentido de lo que había dicho el asesino le estaba llenando la mente, la garganta, y la ingle como una marea sucia y asquerosa que subía y subía u subía, imparable.
-La has matado -sollozó sin parar de bailar, atado al cadáver de Trencitas Rubias-. La has matado.
-Sí -le dijo la voz acompañada de un aliento cálido y maloliente, directamente al oído-. Pero lo has entendido y no tiene sentido que sigamos hablando de ello, ¿verdad?
El chico movió la cabeza y vio que el asesino abandonaba su sonrisa para estallar en una carcajada. Algo helado y cortante le acarreró los dedos que estrechaban los costados de Trencitas Rubias y le arañó la piel. El chico sonriente dejó de reír, apartó un mechón del pelo de la chica y la miró directamente a los ojos durante una fracción de segundo.
-Ahora tengo que sacar a bailar a otra -dijo mortalmente serio-. ¿Le harás compañía mientras vuelvo con vosotros?
El chico asintió, lloroso, y no consiguió cerrar los ojos, aunque lo deseaba con todas sus fuerzas, borrar de su mente el rostro, los iris grises y espléndidos, las pupilas dilatadas del asesino. Asintió con fuerza y, hundiendo la barbulla en la piel fría del hombro de Trencitas Rubias, se mordió la lengua.
-¿Me lo prometes?
Una orden disfrazada de petición.
-Sí -lloró él. Una vez sellado su acuerdo supo que podía volver a esconder la cara en el pelo rubio de la chica y cerrar de nuevo los ojos.
Con los párpados apretados pero los oídos bien abiertos a los sonidos y los delirios de esa noche manchada de rojo, oyó cómo la banda se zambullía en los riff y los solos ensordecedores de otra canción (one, two, three, four!).
Entre las lágrimas se echó a reír y a reír, y sin dejar de reír estrechó más fuerte a la chica muerta y siguió bailando.
El concierto estaba llegando a su fin, el cantante del grupo que sudaba y rugía en la tarima maltrecha anunció que iban a tocar la última pieza y el chico abrazado a Trencitas Rubias volvió a reír, y siguió cuando (one, two, three, four!) los primeros acordes de la última canción arremetieron contra el y el resto del público como olas hambrientas de una marea de electricidad arrolladora. También siguió riendo mientras las notas de la última frase le cavaron surcos en la piel y en los pensamientos. Reía porque el asesino había desaparecido y él estaba abrazado a Trencitas Rubias, y reía porque no paraban de bailar juntos, como si la música no fuera a acabarse nunca. Reía porque los demás no podían entenderlo. Reía porque no tenía ni idea de dónde estaban sus amigos. Reía porque ya no le importaba nada.
Y sobre todo reía porque Trencitas Rubias, a pesar de a raja en el vientre, seguía bailando con él.
Y porque quizá nunca pararían, los dos.
Las palabras le resbalaron por los tímpanos como algo viscoso y asqueroso, una legión de insectos que buscaba una grieta en su cabeza para entrar en su cerebro y empezar a roerlo.
Sin aflojar el abrazo helado de la chica muerta, volvió la cabeza hacia el lugar de donde le pareció que había salido la voz y le vio. A pocos centímetros de su oreja estaban los labios del chico que sujetaba a Trencitas rubias en el momento en que estuvo a punto de caerle encima. Era un chico como todos los demás, idéntico a él y a sus amigos (y esta noche quizá, después del concierto, ya no les encontraría).
El otro sonreía.
-Trencitas Rubias… La has matado tú.
Y entre sollozos ni siquiera estaba seguro de que el otro le podía oír.
-Sí, pero ella sigue bailando -contestó el chico sonriendo-. Ahí está la gracia. Estarás de acuerdo conmigo.
No tuvo más remedio que asentir, pues el sentido de lo que había dicho el asesino le estaba llenando la mente, la garganta, y la ingle como una marea sucia y asquerosa que subía y subía u subía, imparable.
-La has matado -sollozó sin parar de bailar, atado al cadáver de Trencitas Rubias-. La has matado.
-Sí -le dijo la voz acompañada de un aliento cálido y maloliente, directamente al oído-. Pero lo has entendido y no tiene sentido que sigamos hablando de ello, ¿verdad?
El chico movió la cabeza y vio que el asesino abandonaba su sonrisa para estallar en una carcajada. Algo helado y cortante le acarreró los dedos que estrechaban los costados de Trencitas Rubias y le arañó la piel. El chico sonriente dejó de reír, apartó un mechón del pelo de la chica y la miró directamente a los ojos durante una fracción de segundo.
-Ahora tengo que sacar a bailar a otra -dijo mortalmente serio-. ¿Le harás compañía mientras vuelvo con vosotros?
El chico asintió, lloroso, y no consiguió cerrar los ojos, aunque lo deseaba con todas sus fuerzas, borrar de su mente el rostro, los iris grises y espléndidos, las pupilas dilatadas del asesino. Asintió con fuerza y, hundiendo la barbulla en la piel fría del hombro de Trencitas Rubias, se mordió la lengua.
-¿Me lo prometes?
Una orden disfrazada de petición.
-Sí -lloró él. Una vez sellado su acuerdo supo que podía volver a esconder la cara en el pelo rubio de la chica y cerrar de nuevo los ojos.
Con los párpados apretados pero los oídos bien abiertos a los sonidos y los delirios de esa noche manchada de rojo, oyó cómo la banda se zambullía en los riff y los solos ensordecedores de otra canción (one, two, three, four!).
Entre las lágrimas se echó a reír y a reír, y sin dejar de reír estrechó más fuerte a la chica muerta y siguió bailando.
El concierto estaba llegando a su fin, el cantante del grupo que sudaba y rugía en la tarima maltrecha anunció que iban a tocar la última pieza y el chico abrazado a Trencitas Rubias volvió a reír, y siguió cuando (one, two, three, four!) los primeros acordes de la última canción arremetieron contra el y el resto del público como olas hambrientas de una marea de electricidad arrolladora. También siguió riendo mientras las notas de la última frase le cavaron surcos en la piel y en los pensamientos. Reía porque el asesino había desaparecido y él estaba abrazado a Trencitas Rubias, y reía porque no paraban de bailar juntos, como si la música no fuera a acabarse nunca. Reía porque los demás no podían entenderlo. Reía porque no tenía ni idea de dónde estaban sus amigos. Reía porque ya no le importaba nada.
Y sobre todo reía porque Trencitas Rubias, a pesar de a raja en el vientre, seguía bailando con él.
Y porque quizá nunca pararían, los dos.